martes, 24 de junio de 2008

A mis zapatos

Se terminó de abrir el primer agujero en mi último par de championes y desde ahora soy un auténtico roñoso.

Golden boy

Frente a una pantalla gigante en Bonn con cientos de teutones disfrazados, pintarrajeados y desaforados vi a Alemania perder contra Croacia y jugar para el orto. En un restaurante parisino miré el segundo tiempo del partido que Francia perdió contra Italia y que lo dejó afuera de la Euro. En Roma fui espectador de la eliminación italiana por penales. Cuando España pierda contra Rusia estando yo en Barcelona mirándolo en algún tugurio catalán, la verdad que en vez de echar al técnico tendrían que echarme a mí.

Molta forza

Lo que interrumpió mis divagaciones sobre la noche extraordinaria que había dejado atrás, mientras escuchaba a mi amada Polly Jean bajo el sol ámbar de la tarde, fue el sonido jazzero funk de una banda que —con batería, percusión, saxo, bajo y guitarra— tocaba con potencia sobre la acera, a media cuadra del Coliseo romano, haciéndome sacar los auriculares y parar en seco y dejando pintado a un boliviano que soplaba la quena en la vereda de enfrente.

La primera vez


Es como el debut sexual, cuando uno al fin empieza a descubrir de qué se trata eso de lo que todo el mundo habla pero nadie sabe explicar. Sólo caminando una tarde por las calles y las plazas de París puedo comenzar a entender lo que no lograron mostrarme de verdad las películas de Resnais, los poemas de Víctor Hugo ni los cuentos de Cortázar. El encanto de esa ciudad me deja estúpido en el primer vistazo.

Al salir pongo a The Strokes para tirarme para arriba después de sólo tres horas de sueño y otras tantas de viaje. Pero cuando camino por la vera del Sena y se asoma la torre Eiffel por detrás de los árboles entiendo que necesito algo mucho mejor. Abbatoir Blues de Nick Cave, por ejemplo. “I’m glad you’ve come around here with your animals”, le dice, me dice.

La multitud agolpada en la base de la torre Eiffel despeja mi duda de si subir o no. Sigo de largo y camino mirando a la jirafa de hierro, de dudosa belleza. Tal vez la saturación semiótica de la torre la desgastó para mí. Como sea, la verdad es que, pese a mi ateísmo recalcitrante, la caterdal de Köln me conmovió mucho más con su presencia que ese mazacote atornillado.

El adoquinado perfecto de las avenidas, por ejemplo, es una de las cosas que excitan de las calles de parís, como la avenida D’Iena, por la que camino mientras pienso en cosas, en gente, mientras divago con la mente escuchando “Breathless” bajo los árboles de la avenida. Los árboles, otro de los puntos G.

Champs Elyssés es la avenida más hermosa que vi en mi vida. Y la camino sin cansarme. A esta altura ya estoy bien entrenado. Veo cafés y restaurantes caros, veo gente caminando en armonía, veo mujeres muy bonitas y sensuales, veo más negros de clase media alta que cuantos habré visto nunca. Veo todo, porque de lo que dicen no entiendo nada. Por eso es que París, que es tan puta, nunca va a ser mía.

Me siento en un café, pido un capuccino en inglés para sordomudos, y mientras me rindo al paisaje, Cave sigue cantando. “And I’m falling under... and I’m falling under your spell”.

domingo, 15 de junio de 2008

Hojas y tejas


Bad Honnef es un pueblo frondoso acorralado contra el Rin por las montañas a pocos kilómetros de Bonn.

En el living de una de las casas de tejado marrón Mel escribe un capítulo de su tesis.

Yo estoy sentado en el balcón viendo las copas de los árboles toquetearse con las azoteas a las ocho de una tarde nubosa.

Armo uno con lo que me queda de eso con gusto a mierda pero mucho vuelo que me compré en Holanda.

Fumo y escucho el disco blanco de los Beatles, que me va a llevar un rato por ahí adelante desde la casa de al lado hasta la USSR junto a Bungalow Bill y Rocky Racoon.

Inhalo hondo y trato de escribir claro con esta lapicera inconstante.

Dear Prudence, won’t you come out to play?

Impúdicos


“Me quedé con la curiosidad de esos chupetines de cannabis”, comenta la señora a su marido mientras camina por el centro antes del estertor del domingo. En Amsterdam las esquinas te invaden con el olor a cannabis y no de garrapiñada, los viejos pasean el sábado a la noche entre las putas de las vidirieras de la zona roja, las nenas caminan por un sex shop con su novio en una mano y un vibrador de veinticinco centímetros en la otra. Hablar de drogas o de sexo en Amsterdam es lo mismo que sobre el precio de la lechuga o el partido de ayer.

Cuando de tarde camino por las calles entreveradas donde cruzan de un lado a otro las vías del tranvía se me complica un poco. Uno por poco me pisa cuando miraba el mapa como un boludo. Los canales, en cambio, son geniales para pasear. Al centro lo pueblan los restaurantes, los bares y coffee shops y las casas de souvenirs. La primera señal sensorial de que uno está pasando por un coffee shop es el intenso olor a faso que sale a la vereda.

El sábado a la tarde me meto en uno, The Grasshopper, que de noche se ilumina en verde y ofrece una postal de la ciudad mucho mejor que cualquier catedral. Adentro voy hasta donde está el menú, una placa de metal incrustada en una pared que se ilumina cuando uno oprime el botón. Decenas de nombres y orígenes distintos de weed y hash. Pido Jamaican Gold. No hay. What do you recommend? Tal. Ok. Me siento en una mesa, pido una coca light y me interno en una noche high, que por momentos se puso low por lo poco y mal que había dormido.

Aún así más tarde logro reptar hasta un bar donde toca una banda de jazz, me pido una cerveza y me siento a ver cantar a la mujer más linda del mundo. Después voy a caminar por la zona roja entre las vidrieras que ofrecen cuerpos diez veces más perfectos que el mejor que yo pueda llegar a poseer a precios que no pienso pagar pero que valen con creces. En las cuatro o cinco calles que conforman el barrio de las tres cruces pasean los nativos y los turistas sin pudor.

A las dos de la madrugada, muerto, vuelvo entre cabeceadas, me pierdo por una hora, camino por calles todas iguales, soy mangueado en euros por un vago y llego al hostal reptando para zambullirme en la cama menos acogedora que recuerde.

sábado, 14 de junio de 2008

Irreal

Con una versión de una bossa de Tom Jobin termina el recital de jazz de Bennie Wallace and his Orchestra en la ópera de Dresden, y salimos a la noche en el centro de la ciudad vieja flotando entre las reconstrucciones de los palacios que había allí hace cinco o diez siglos. Las luces de los edificios brillando en lo oscuro me invitan a morirme ahí mismo, en ese lugar que de día no me había parecido tan atractivo.

Caminamos por el puente antiguo que cruza el río Elba y ella enlaza su brazo con el mío y me dice: “no quiero volver, no quiero volver a la misma cagada de siempre”. Y la verdad es que yo tampoco quiero volver. Por suerte me queda bastante.

Me pone un auricular y escuchamos a Djavan todavía con la resaca jazzera retumbando en los tímpanos, vamos bajando el puente y asumo con una mueca optimista que me tomé otra dosis de felicidad instantánea.

Berlinesas


Es la primera mañana libre desde que llegué a Berlín y salgo de casa a la una después de haberme tomado el tiempo del mundo para desayunar y bañarme. Camino por la Kurfürstendamm flotando bajo el sol escuchando a The Shins. Y vuelvo sobre el pensamiento recurrente de estos días: que con gusto viviría en Berlín, en ese lugar casi perfecto donde todo funciona bien, donde nadie molesta a nadie y todo se puede hacer.

Camino con la libertad de no tener que tocarme el bolsillo a cada cuadra para asegurarme de que todavía no me afanaron, con la libertad de que a todo el mundo le chupa un huevo si salgo con una minifalda de cuero o un loro en el hombro; que a nadie le molesta lo que haga si no los jodo. Con libertad.

***

Vamos en el tren, parados junto a las puertas. Un alemán rubio de pelo corto toca la guitarra y canta con mucha pose una versión no tan horrible de Wish you were here. Termina con un acorde rasgado y hay silencio. Fuck off, dice, camina entre los pasajeros y recibe una unánime indiferencia. Cuando pasa de nuevo junto a nosotros, mira al costarricense Pablo y le suelta una serie de insultos en alemán, más o menos centrados en la palabra pajero. Wichser esto, wichser lo otro. Se baja. Antes de que el tren arranque, se asoma por nuestra puerta y le lanza a Pablo un suculento escupitajo.

***

En Berlín hay un pedazo enorme de historia en cada baldosa de la acera. Allí se levantó y se cayó la cortina de hierro. En Berlín está el centro de la historia de la segunda mitad del siglo pasado. Está el muro que recuerda la desesperación y la bronca contenida con los graffitis, la mirada crítica al Tercer Reich, la huella de todos los reyes Guillermos y Federicos.

También está la convivencia de los turcos gritones con los hoscos caucásicos en Kreuzberg, los memoriales que hacen pensar en la historia en vez de huirle, la arquitectura comunitaria de la Avenida Karl Marx contrastada por la influencia de Le Corbusier en el exclusio Hansaviertel occidental.
Está todo en Berlín.

***

Salimos de la estación central de Berlín. Caminamos por las calles adyacentes al centro administrativo de la ciudad, con el Bundestag y el edificio de gobierno. De pronto, a la izquierda, vemos una superficie de Arena bordeando el río Spree, donde hay un bar y varias personas tomando. Al fondo, en una pista de baile varios alemanes intentan moverse al son de la salsa. Detrás hay un pequeño escenario con una lona blanca y un águila imperial negra dibujada en ella. Una morocha con un cuerpo glorioso sacude su culo. Alemanes de camisa y movimientos tan graciosos como los de Robocop se empeñan en completar los pasos. Mis compañeros latinos entran en ebullición y se lanzan a la pista. Yo, por supuesto, me quedo, tranquilo y recostado, con mi cerveza en la mano y una sonrisa en la cara.

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