martes, 21 de octubre de 2008

El lobizón grunge

Carlitos subió la escalera del apartamento de mis primos en aquel cumpleaños de quien no recuerdo. Me anunció enseguida que lo tenía y mi universo se centró de pronto en ese prisma de plástico con un papel blanco. Me lo dio, lo tomé y leí embobado la etiqueta escrita con lápiz: Nirvana “Nevermind”. Buscamos por todo el cuarto un pasacasete que funcionara para ponerlo, pero sabía que no iba a ser suficiente; era necesario hacer una copia e internarme durante tardes y noches enteras en mi cuarto hipnotizado hasta que Something in the Way se desintegrara en el rasguido del último acorde.

Mi primer contacto directo con ese espíritu extraño que iba a estar tatuado en mi cerebro durante los años siguientes había sido en la casa de mis abuelos, donde la madre de Carlitos trabajaba como empleada. A ella no la soportaba, en especial porque no era amable con mi perro, pero Carlitos, negro, de Maroñas, hincha de Danubio, fue mi amigo pese a la probable incompatibilidad entre nosotros. El único cruce de nuestras peripecias vitales estaba en la música. Él me mostró la mayoría de las primeras bandas de rock que me iniciaron: Los Redondos, R.E.M., El Cuarteto de Nos, La Tabaré, Attaque 77, Ramones, U2, todas esas cosas que escuchaba yo cuando tenía diez u once años y aún no sabía lo que era una eyaculación. Lo más cercano a ello lo viví con el trío de Cobain, nuestra pasión privada, el alimento básico de nuestras cerebros en aquellos años. Esa primera vez en casa de mis abuelos escuché Smells Like Teen Spirit en una FM y la montaña rusa de sonidos me dio vuelta la cabeza como un cubo mágico. Tal vez en algún sentido nada volvió a ser lo mismo para mí. En los quince años que pasaron desde entonces me salió pelo más allá de la cabeza, estudié, hice otros amigos, me drogué, trabajé, cogí, leí, miré películas, escuché música y viví, y de a poco fui recurriendo a Nirvana sólo en algunas ocasiones. Como esta noche, con el concierto del festival de Reading en mi televisor. El legado de la música de Nirvana quedó inyectado en mi sangre como en la de tantos otros hijos de los noventa. Pero también conservo algo más. Mi misterio personal, mi experiencia casi sobrenatural, mi superstición. Mi milagro.

Acampábamos yo y cinco amigos sobre la orilla del arroyo Marincho, en Flores, cerca de la estancia de Hans, mi mejor cómplice. Hacía mucho calor. Teníamos dieciocho. El descenso para fumar un cigarrillo en la ciudad había sido un paseo por el centro de la tierra, abochornados en el aire hirviendo. En el arroyo, a la sombra o en remojo las cosas fueron más soportables. Hubo asado, mate y rock and roll. Nadamos en el agua y yacimos en el pasto. Cuando Stairway to Heaven terminó de sonar en la oscuridad, abandoné mi tarea de disc jockey molesto y me quedé dormido. La noche en el Marincho fue extraña. Dormimos en tres carpas; yo con Hans, un equipo de música y un revólver 38 con el que durante el día habían salido a errarle al blanco en el monte. Afuera el silencio que nos era tan ajeno dejaba oír el ruido de las hojas crujiendo. Ruido que podía ser de pasos, que podía ser de nada, sólo el eco en nuestras cabezas insomnes.

Bajo la amenaza de una tormenta que nunca llegó, la madre anfitriona nos despachó a la capital por la tarde del día siguiente. Cinco de nosotros, al regreso, decidimos hacer una fiesta y emborracharnos con litros de vodka y jugo de naranja. Yo tenía puesta una de mis remeras de Nirvana, con la cara de Kurt adelante y detrás. Había sido un ícono en mi adolescencia, y en aquellos años aún me gustaba mucho llevarlo puesto. Esa remera que vestía había pasado la noche en el campamento colgada de la rama de un árbol, secándose. De pronto alguien preguntó “¿qué pasó con tu remera?”. Todos se reunieron a mi alrededor y me dijeron que estaba rota. Me la saqué, la miré, la miramos todos. La cara de Kurt dibujada sobre la espalda tenía los contornos de los ojos y la boca perfectamente recortados. Ojos vivos, boca sonriente. Mirándonos.

Esa noche y muchas otras todos imaginamos posibilidades, inventamos paisanos psicópatas, nos acusamos mutuamente de haber perpetrado una broma de mal gusto. En el paso de los años fueron apareciendo, habiéndonos rendido ya a la interrogante, criaturas monstruosas y espías soviéticos. Siempre todos los que estuvieron allí negaron saber algo de esa remera. A varios les cambia el brillo de los ojos cuando mencionamos el tema, casi una década después. Con el tiempo y el desorden la remera se perdió, y con ella la única prueba tangible que podría hacer caer la fantasía en escombros. Ya no aceptaré que nadie me ofrezca una versión razonable de los hechos. Es demasiado tarde. La razón, a la que le he otorgado poderes de decisión amplios en extremo, carece de jurisdicción en este caso. Ni respuesta razonable, ni creíble o comprobable, ni mucho menos una confesión de parte. Porque perderé la fe. Me quedo con el milagro, con esos ojos vigilantes y la sonrisa iluminada, con el recuerdo resplandeciente de haber visto llorar a una virgen.

martes, 7 de octubre de 2008

Diversificación productiva

Aquí está la crónica que escribí en el sitio web de Freeway sobre mi periplo porteño para ver a Dave Matthews Band. Pasen y lean.

lunes, 6 de octubre de 2008

Cada vez más fascista

Somos cuatro en torno al televisor. Meto el DVD en el aparato. Empieza a correr. Aparece una rubia hablando sin sonido. Subo el volumen, busco para ir al menú.
—¿Dónde está el root? Acá, menú... no me deja.
Un círculo dividido en diagonal aparece en la pantalla.
—No me deja ir al root.
—Dame el control.
—¿Qué carajo es esto?
Niños negros peregrinando en África. Refugiados o algo así. Subo el volumen. Vuelve a hablar Gywneth Paltrow.
—¿Qué es esto? ¿Me van a obligar a ver esto?
—Es del VIH.
—La puta madre, no me pueden obligar a ver esto.
Presiono frenéticamente el botón "menú", una y otra vez, y aparece el círculo prohibicionista. Apreto fast forward. Círculo.
—¡No me deja pasar para adelante el hijo de puta!
—Bueno, si nos obligan vamos a verlo.
—¡Si nos obligan NO vamos a verlo! La puta madre...
—Dame el control.
—¡No me deja ir al menú!
Le doy el control. Comprueba que no se puede ir al menú. Termina el spot de los niños pobres. Aparece el aviso contra la piratería. "No robarías un auto".
—¡Este tampoco me lo deja pasar!
Vuelvo a apretar "menú" y no hay caso. Fast forward. Ahora adelanta. Termina el sermón anti piratería. Aparece la placa con la advertencia del copyright.
Fast forward.
Negativo. Otra meada obligatoria.
—¡Pero la reputa madre! Este mundo está cada vez más fascista...

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