lunes, 22 de diciembre de 2008

De idiotas e idioteces


Camino apurado en la noche, peleado con el mundo, y llego al cine con cuatro minutos de retraso, es decir, con tiempo suficiente para comprar la entrada y tirarme en la butaca entregado a que los hermanitos Coen agarren mi cabeza entre sus manos, la estrujen como una bola de plasticina y la lancen hacia los bolos antes de tomarse un buen trago de white russian.

En la boletería, un tipo con su esposa y su hija, igual de fea que la madre, evalúa si va a comprar coca cola y pop, o sólo la coca cola o sólo el pop o la promoción dos por uno. Pregunta si ahí se puede usar la tarjeta Itaú. Sí, claro que se puede, imbécil. Ah, pero es la tarjeta de débito, revisa en la billetera y no la tiene, mientras corren los minutos. Al imbécil no le importa que empiece la película. Me retuerzo dentro de mi cuerpo, ansioso y enojado.

Entro finalmente, subo las escaleras de dos en dos y me zambullo en un asiento. Crunch crunch crunch crunch. Como siempre, varios salvajes mastican pop mientras terminan los cortos. Silencio. Crunch crunch crunch. Yo silencio mi celular, otros hablan. Empieza la película. La cámara desciende sobre Norteamérica.

Brad Pitt dice muchas veces shit mientras revisa un disco que encontró en el gimnasio. Información de Inteligencia. Shit. Un nabo se mete en la fila de adelante y se para frente a mí. "¿Compraron las entradas?", pregunta a otros dos que están sentados. La sangre comienza a hervir desde las plantas de mis pies. El nabo se va y vuelve unos minutos después para volver a quedarse parado frente a mí. Habla con sus amigos como si estuviera en el bar. Sigue parado. Le pido que se siente, igual que otro espectador. No da pelota. "Estoy mirando Red de Mentiras", dice. No estás mirando nada, imbécil, estás molestando. Se da media vuelta y sale.

Con el zoom out hacia el cielo termina la película. Sigo apoltronado en la butaca, pero feliz, sonriendo. “Qué película rara”, dice alguien atrás. Alguien que seguramente nunca vio una de Kubrick, de Lynch o de Kurosawa. Salgo por los pasillos del shopping en su mejor hora. Unos pendejos adelante comentan la película. “A algunas escenas les faltó una escena antes para que se entendieran”. Vuelve a mi mente la imagen de John Malkovich apuntando con su revolver a Richard Jenkins, diciendo: “Sé lo que representas: la idiotez”. Tanteo un arma en mi bolsillo. No hay. Idiota.

Dios salve a los idiotas que me salvan una noche e incinere a los que la entorpecen. Amen.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Reporte de las 7.00 PM

Con una bolsa de bizcochos y un jugo de naranja en la mano llego temprano del trabajo, animado, pese a la intimación judicial con mi nombre estampado encima que llevo en la otra mano mientras subo la escalera en la penumbra —ok, señor alguacil, ya entendí que tengo que ocuparme de pagar el alquiler siempre en fecha—. Entre la ropa que encuentro tirada en el cuarto me pongo la que más suplica ser lavada, prendo un porro, pongo una sitcom en la televisión, engullo una caloría tras otra siendo a mi vez tragado muy lentamente por el cono de luz dorada que se refleja en el edificio de enfrente y dispara rebotando hacia mi ventana. Meto un disco de Bob Dylan en el equipo de música, me recuesto en el sofá, miro hacia afuera y espero que el cielo menstrúe sus últimas luces rojas en mí. ˝...Gonna sleep over there, that's where the music coming from. I don't need any guide, I already know the way˝.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Querido John

El cronista de rock John P. Walrus sigue viajando para escuchar buena música y escribe crónicas para pagar su adicción a los barquillos con dulce de leche. Acá, en Freeway.

martes, 21 de octubre de 2008

El lobizón grunge

Carlitos subió la escalera del apartamento de mis primos en aquel cumpleaños de quien no recuerdo. Me anunció enseguida que lo tenía y mi universo se centró de pronto en ese prisma de plástico con un papel blanco. Me lo dio, lo tomé y leí embobado la etiqueta escrita con lápiz: Nirvana “Nevermind”. Buscamos por todo el cuarto un pasacasete que funcionara para ponerlo, pero sabía que no iba a ser suficiente; era necesario hacer una copia e internarme durante tardes y noches enteras en mi cuarto hipnotizado hasta que Something in the Way se desintegrara en el rasguido del último acorde.

Mi primer contacto directo con ese espíritu extraño que iba a estar tatuado en mi cerebro durante los años siguientes había sido en la casa de mis abuelos, donde la madre de Carlitos trabajaba como empleada. A ella no la soportaba, en especial porque no era amable con mi perro, pero Carlitos, negro, de Maroñas, hincha de Danubio, fue mi amigo pese a la probable incompatibilidad entre nosotros. El único cruce de nuestras peripecias vitales estaba en la música. Él me mostró la mayoría de las primeras bandas de rock que me iniciaron: Los Redondos, R.E.M., El Cuarteto de Nos, La Tabaré, Attaque 77, Ramones, U2, todas esas cosas que escuchaba yo cuando tenía diez u once años y aún no sabía lo que era una eyaculación. Lo más cercano a ello lo viví con el trío de Cobain, nuestra pasión privada, el alimento básico de nuestras cerebros en aquellos años. Esa primera vez en casa de mis abuelos escuché Smells Like Teen Spirit en una FM y la montaña rusa de sonidos me dio vuelta la cabeza como un cubo mágico. Tal vez en algún sentido nada volvió a ser lo mismo para mí. En los quince años que pasaron desde entonces me salió pelo más allá de la cabeza, estudié, hice otros amigos, me drogué, trabajé, cogí, leí, miré películas, escuché música y viví, y de a poco fui recurriendo a Nirvana sólo en algunas ocasiones. Como esta noche, con el concierto del festival de Reading en mi televisor. El legado de la música de Nirvana quedó inyectado en mi sangre como en la de tantos otros hijos de los noventa. Pero también conservo algo más. Mi misterio personal, mi experiencia casi sobrenatural, mi superstición. Mi milagro.

Acampábamos yo y cinco amigos sobre la orilla del arroyo Marincho, en Flores, cerca de la estancia de Hans, mi mejor cómplice. Hacía mucho calor. Teníamos dieciocho. El descenso para fumar un cigarrillo en la ciudad había sido un paseo por el centro de la tierra, abochornados en el aire hirviendo. En el arroyo, a la sombra o en remojo las cosas fueron más soportables. Hubo asado, mate y rock and roll. Nadamos en el agua y yacimos en el pasto. Cuando Stairway to Heaven terminó de sonar en la oscuridad, abandoné mi tarea de disc jockey molesto y me quedé dormido. La noche en el Marincho fue extraña. Dormimos en tres carpas; yo con Hans, un equipo de música y un revólver 38 con el que durante el día habían salido a errarle al blanco en el monte. Afuera el silencio que nos era tan ajeno dejaba oír el ruido de las hojas crujiendo. Ruido que podía ser de pasos, que podía ser de nada, sólo el eco en nuestras cabezas insomnes.

Bajo la amenaza de una tormenta que nunca llegó, la madre anfitriona nos despachó a la capital por la tarde del día siguiente. Cinco de nosotros, al regreso, decidimos hacer una fiesta y emborracharnos con litros de vodka y jugo de naranja. Yo tenía puesta una de mis remeras de Nirvana, con la cara de Kurt adelante y detrás. Había sido un ícono en mi adolescencia, y en aquellos años aún me gustaba mucho llevarlo puesto. Esa remera que vestía había pasado la noche en el campamento colgada de la rama de un árbol, secándose. De pronto alguien preguntó “¿qué pasó con tu remera?”. Todos se reunieron a mi alrededor y me dijeron que estaba rota. Me la saqué, la miré, la miramos todos. La cara de Kurt dibujada sobre la espalda tenía los contornos de los ojos y la boca perfectamente recortados. Ojos vivos, boca sonriente. Mirándonos.

Esa noche y muchas otras todos imaginamos posibilidades, inventamos paisanos psicópatas, nos acusamos mutuamente de haber perpetrado una broma de mal gusto. En el paso de los años fueron apareciendo, habiéndonos rendido ya a la interrogante, criaturas monstruosas y espías soviéticos. Siempre todos los que estuvieron allí negaron saber algo de esa remera. A varios les cambia el brillo de los ojos cuando mencionamos el tema, casi una década después. Con el tiempo y el desorden la remera se perdió, y con ella la única prueba tangible que podría hacer caer la fantasía en escombros. Ya no aceptaré que nadie me ofrezca una versión razonable de los hechos. Es demasiado tarde. La razón, a la que le he otorgado poderes de decisión amplios en extremo, carece de jurisdicción en este caso. Ni respuesta razonable, ni creíble o comprobable, ni mucho menos una confesión de parte. Porque perderé la fe. Me quedo con el milagro, con esos ojos vigilantes y la sonrisa iluminada, con el recuerdo resplandeciente de haber visto llorar a una virgen.

martes, 7 de octubre de 2008

Diversificación productiva

Aquí está la crónica que escribí en el sitio web de Freeway sobre mi periplo porteño para ver a Dave Matthews Band. Pasen y lean.

lunes, 6 de octubre de 2008

Cada vez más fascista

Somos cuatro en torno al televisor. Meto el DVD en el aparato. Empieza a correr. Aparece una rubia hablando sin sonido. Subo el volumen, busco para ir al menú.
—¿Dónde está el root? Acá, menú... no me deja.
Un círculo dividido en diagonal aparece en la pantalla.
—No me deja ir al root.
—Dame el control.
—¿Qué carajo es esto?
Niños negros peregrinando en África. Refugiados o algo así. Subo el volumen. Vuelve a hablar Gywneth Paltrow.
—¿Qué es esto? ¿Me van a obligar a ver esto?
—Es del VIH.
—La puta madre, no me pueden obligar a ver esto.
Presiono frenéticamente el botón "menú", una y otra vez, y aparece el círculo prohibicionista. Apreto fast forward. Círculo.
—¡No me deja pasar para adelante el hijo de puta!
—Bueno, si nos obligan vamos a verlo.
—¡Si nos obligan NO vamos a verlo! La puta madre...
—Dame el control.
—¡No me deja ir al menú!
Le doy el control. Comprueba que no se puede ir al menú. Termina el spot de los niños pobres. Aparece el aviso contra la piratería. "No robarías un auto".
—¡Este tampoco me lo deja pasar!
Vuelvo a apretar "menú" y no hay caso. Fast forward. Ahora adelanta. Termina el sermón anti piratería. Aparece la placa con la advertencia del copyright.
Fast forward.
Negativo. Otra meada obligatoria.
—¡Pero la reputa madre! Este mundo está cada vez más fascista...

lunes, 15 de septiembre de 2008

Hasta dónde llegar

Una bolsa blanca. Le tapan la cabeza con una bolsa blanca y la cierran con un nudo. La mujer acaba de morir en la emergencia del sanatorio y la preparan como para tirar a la basura. La muerte no tiene nada de glamour. Es deprimente y asquerosa. Nada de fundas negras con cierre como en las series de la tele. La muerte no es como llevar un traje a la tintorería. Es como tirar la basura en el contenedor.

Nada de esto sabe el joven que está en el cubículo de al lado acostado en una camilla, conectado con cables a un monitor que muestra sus latidos y su presión y con una vía clavada en la muñeca como si fuera un yonqui. Tampoco sabe qué tiene en el tórax que le ha provocado un dolor tan insoportable un rato antes. Ojalá esté poseido por un alien viscoso, piensa al borde del delirio voluntario. Cualquier cosa antes que un lockout circulatorio. Al menos tiene a su chica y a un amigo que hizo doscientos cincuenta quilómetros en un ratito para verlo. Las únicas dos personas enteradas de lo que le pasa. Se siente muy ridículo —la posición del enfermo es siempre esa— y culpable de tenerlos pendientes de algo que no se sabe qué es. Tal vez la señora de la bolsa blanca no haya tenido tanta suerte y el último estertor lo haya compartido con la enfermera de turno.

Una hora para que llegue el médico, media para la ambulancia, otra para cada examen. Nadie le dice qué tiene, y nadie sabe que el tipo nunca se sintió tan cerca de pasar al otro lado. Le hablan de sus excesos con ciertos humos, polvos y cartones, le dan conjeturas y sermones fáciles pero ninguna certeza. Piensa y confía en que va a salir caminando de ahí. Pará de lloriquear, maricón, se dice. Deja de pensar un segundo y desespera. En parte porque en ese segundo se van al carajo todos sus intentos filosóficos de minimizar el final, si llega. No es tiempo, está claro. Pero, ¿y si llega? La descarga de furia del extranjero de Camus en la última página de la novela, con todo aquello de que da igual morir ahorcado en prisión que marchito en un convento, le atrae mucho como idea filosófica y poética. El final es siempre negro. O blanco, que es lo mismo. Pero ahora, mientras el monitor negro marca una punta con cada latido, Camus se puede ir al carajo. Ahora sólo quiere salir de ahí.

—¿Tuviste algún disgusto anoche?— le pregunta el doctor que le va a hacer la tomografía. Para disgustos ha tenido bastante por un buen tiempo, pero no anoche, ni ninguna de las últimas noches. No, gracias.

Después de varias horas, a las siete de la tarde le dan el alta, con los exámenes en índices normales, sin nada grave a la vista pero sin ninguna seguridad sobre el dolor.
—Cuidate, si no vas a ver cuando llegues a los cincuenta— lo despide la enfermera.
—No voy a llegar a los cincuenta— responde con su chiste fácil y reiterativo.
—Vas a llegar. Ese es el problema.

lunes, 11 de agosto de 2008

La jungla satinada

Sábado. Subimos por las escaleras y nos horrorizamos con el panorama que se extiende frente a nosotros al llegar a lo alto. En desorden todos amontonados caminan de un lado a otro cientos de seres como hormigas huyendo de su madriguera aplastada por un niño lleno de mocos. En todas las direcciones, parece que las alimañas intentan romper con la física atravesando la materia. Casi lo logran. Esquivando los bultos como podemos llegamos hasta las filas de autómatas que, en cambio, avanzan rígidos un paso por siglo en armonía perfecta con el entorno. Me dejo atropellar por los especímenes que me rodean mire a donde mire y me embisten de un lado y del otro. ¡Todas las tribus... todas las etnias... todas las castas!, exclama ella con cara de pavor mientras bordeamos el vacío e intentamos escapar esquivando horribles batracios con pelo engominado hacia atrás y buzo atado a los hombros. Es demasiado. Nos escurrimos como podemos y huimos. Otro día veremos la película.

domingo, 3 de agosto de 2008

Flash de última hora

De golpe nos quedamos enganchados a Día de la Independencia, el compendio de clichés yanquis más obsceno que una mente diabólica puede concebir, hipnotizados por la tele, secuestrados por el cannabis, acorralados por el frío, en uno de esos sábados a la noche de Hollywood y Mc Donald’s que el hombre occidental de vez en cuando debe autopropinarse.

Cuando terminó la película y pasaban los créditos con la lista de culpables nos fuimos reclinando en el puf hasta que quedé yo con la cabeza colgando boca arriba y ahí, en el living de mi apartamento, con mi chica ascendiendo por mi vientre y la vista fija en la pared donde está el afiche de Alex y sus tres drugos, me quedé petrificado. Por un segundo y entre paréntesis vi el fin del mundo.

Enseguida todo volvió a la normalidad, como sucede siempre después de cada fin del mundo.

domingo, 13 de julio de 2008

Dos dedos adentro

Cuando el alemán que atendía la barra la cerró y se fue, Miguel me dijo: “tengo un pique para seguir tomando después”. Estábamos con un par de solitarios de México y Venezuela, cuyos nombres olvidé, ahogando la medianoche parisina con un vino blanco que habían comprado unas adolescentes muy borrachas. Miguel tiene treinta y seis, es argentino, muy petiso y tiene sólo medio brazo. Uno le falta casi entero, sólo tiene el muñón del hombro. El otro llega hasta donde debería estar el codo, y de ahí salen dos dedos. Y listo. Yo lo había conocido esa noche, igual que a los demás. Según me dijo se estaba quedando en ese albergue de París por tiempo indefinido, mientras trabajaba en un supuesto proyecto.

Más tarde se hizo hora de aplicar el truco anunciado. No era muy complicado. Sólo había que esperar a que no hubiera nadie más en el bar. En eso Miguel agarró una botella vacía de plástico y se fue hasta el barril de cerveza detrás de la barra. Sacó el seguro y mientras sostenía la botella con el muñón del brazo ausente, con los dos dedos del otro abría la canilla. Volvía con la botella llena de cerveza espumosa. Por varias horas estuvimos tomando gratis. A Miguel le palpitaba el porteño en las venas y se divertía con el engaño criollo.

De a ratos volvía el alemán, o venía el guardia de seguridad, un negro enorme todo vestido de negro. Cuando aparecían igual seguíamos con el robo, armando murallas humanas entre los cuatro con bastante disimulo para que Miguel pudiera ir hasta el barril y lucirse. “¡Son unos boludos!”, se burlaba de los empleados, que no se daban por enterados, pese a que cada vez que aparecían los vasos estaban llenos.

Nunca le pregunté a Miguel por las deformaciones en sus brazos. Di por hecho que así nació. Me contó que vive en Turín y trabaja para una empresa que vende televisión satelital por internet, o algo así. Me dijo que la noche anterior había cogido con una de las chicas que se alojaban en el albergue, una española de veintidos llamada Nerea. Sospeché que me estaba engrupiendo. También me contó que cuando el Indio Solari tocó en Montevideo él estuvo acá y que esa noche terminó en uno de los pubs irlandeses de la Ciudad Vieja tomando frula con Colin Farrell, que estaba rodando Miami Vice. Me estás cagando, pensé. Lo escuché decir peroratas politiqueras sudamericanistas muy baratas para hacer lloriquear a la española. Sin embargo también lo vi escuchar a Spinetta y a The Cure. Nunca me quedó muy claro hasta dónde es un enorme chanta.

La noche del drenaje cervecero yo había salido a fumar un cigarrillo. Cuando volví estaban los tres sentados en una mesa muy serios. Yo dije alguna boludez y Miguel me contestó: “el negro se avivó”. Y ahí estaba el urso muy enojado, esperando que llegaran el alemán y un recepcionista de trenzas para vendernos al vil precio de la obligación. Siguiendo el postulado delictivo más básico, Miguel negó todas las acusaciones. No sé si pretendía hacer quedar al negro como un delirante o como un mentiroso, pero mientras el guardia le gritaba en francés al venezolano, que estaba muy borracho y le hacía frente, Miguel lo señalaba con sus dos dedos y gritaba: “este señor no puede venir y acusarme de algo que no hice”. Furioso. Sorprendido en su buena fe, se mantuvo firme hasta el final. Él no había hecho nada y lo estaban cagando. Y punto.

Yo seguía sentado y mudo, tomando vino de mi copa mientras a mi alrededor volaban los gritos en francés entre el negro, el venezolano y el alemán, que no entendía nada. Miguel, en cambio, se cagaba en el francés y protestaba en español por la patraña de la que estaba siendo víctima.

Al rato me aburrí y salí a fumar un cigarrillo. Cuando cerré la puerta de vidrio miré para adentro y lo vi a Miguel que le seguía gritando al negro, desencajado, negando todo, y señalándolo y golpeando la botella de plástico contra una mesa varias veces, indignado por esa afrenta a las buenas costumbres argentinas.

viernes, 11 de julio de 2008

Play a song for me

Hace tiempo leí a Charly García, creo que en una entrevista en la Rolling Stone, diciendo algo así como que todas sus canciones son canciones de amor. Esta noche estoy mirando No direction home, el documental de Scorsese sobre Dylan, y en una conferencia de prensa le preguntan algo sobre una canción de protesta, una etiqueta que a Bob parece darle tantas nauseas como a mí. Y el tipo responde: "Todas mis canciones son de protesta".


Y yo, con la sintonía entre mis neuronas bastante disminuida por el porro, tiendo a divagar y pienso que al final es de eso y nada más que tratan todas las canciones. De amor y de protesta. Y las realmente buenas, de ambas cosas a la vez.

martes, 24 de junio de 2008

A mis zapatos

Se terminó de abrir el primer agujero en mi último par de championes y desde ahora soy un auténtico roñoso.

Golden boy

Frente a una pantalla gigante en Bonn con cientos de teutones disfrazados, pintarrajeados y desaforados vi a Alemania perder contra Croacia y jugar para el orto. En un restaurante parisino miré el segundo tiempo del partido que Francia perdió contra Italia y que lo dejó afuera de la Euro. En Roma fui espectador de la eliminación italiana por penales. Cuando España pierda contra Rusia estando yo en Barcelona mirándolo en algún tugurio catalán, la verdad que en vez de echar al técnico tendrían que echarme a mí.

Molta forza

Lo que interrumpió mis divagaciones sobre la noche extraordinaria que había dejado atrás, mientras escuchaba a mi amada Polly Jean bajo el sol ámbar de la tarde, fue el sonido jazzero funk de una banda que —con batería, percusión, saxo, bajo y guitarra— tocaba con potencia sobre la acera, a media cuadra del Coliseo romano, haciéndome sacar los auriculares y parar en seco y dejando pintado a un boliviano que soplaba la quena en la vereda de enfrente.

La primera vez


Es como el debut sexual, cuando uno al fin empieza a descubrir de qué se trata eso de lo que todo el mundo habla pero nadie sabe explicar. Sólo caminando una tarde por las calles y las plazas de París puedo comenzar a entender lo que no lograron mostrarme de verdad las películas de Resnais, los poemas de Víctor Hugo ni los cuentos de Cortázar. El encanto de esa ciudad me deja estúpido en el primer vistazo.

Al salir pongo a The Strokes para tirarme para arriba después de sólo tres horas de sueño y otras tantas de viaje. Pero cuando camino por la vera del Sena y se asoma la torre Eiffel por detrás de los árboles entiendo que necesito algo mucho mejor. Abbatoir Blues de Nick Cave, por ejemplo. “I’m glad you’ve come around here with your animals”, le dice, me dice.

La multitud agolpada en la base de la torre Eiffel despeja mi duda de si subir o no. Sigo de largo y camino mirando a la jirafa de hierro, de dudosa belleza. Tal vez la saturación semiótica de la torre la desgastó para mí. Como sea, la verdad es que, pese a mi ateísmo recalcitrante, la caterdal de Köln me conmovió mucho más con su presencia que ese mazacote atornillado.

El adoquinado perfecto de las avenidas, por ejemplo, es una de las cosas que excitan de las calles de parís, como la avenida D’Iena, por la que camino mientras pienso en cosas, en gente, mientras divago con la mente escuchando “Breathless” bajo los árboles de la avenida. Los árboles, otro de los puntos G.

Champs Elyssés es la avenida más hermosa que vi en mi vida. Y la camino sin cansarme. A esta altura ya estoy bien entrenado. Veo cafés y restaurantes caros, veo gente caminando en armonía, veo mujeres muy bonitas y sensuales, veo más negros de clase media alta que cuantos habré visto nunca. Veo todo, porque de lo que dicen no entiendo nada. Por eso es que París, que es tan puta, nunca va a ser mía.

Me siento en un café, pido un capuccino en inglés para sordomudos, y mientras me rindo al paisaje, Cave sigue cantando. “And I’m falling under... and I’m falling under your spell”.

domingo, 15 de junio de 2008

Hojas y tejas


Bad Honnef es un pueblo frondoso acorralado contra el Rin por las montañas a pocos kilómetros de Bonn.

En el living de una de las casas de tejado marrón Mel escribe un capítulo de su tesis.

Yo estoy sentado en el balcón viendo las copas de los árboles toquetearse con las azoteas a las ocho de una tarde nubosa.

Armo uno con lo que me queda de eso con gusto a mierda pero mucho vuelo que me compré en Holanda.

Fumo y escucho el disco blanco de los Beatles, que me va a llevar un rato por ahí adelante desde la casa de al lado hasta la USSR junto a Bungalow Bill y Rocky Racoon.

Inhalo hondo y trato de escribir claro con esta lapicera inconstante.

Dear Prudence, won’t you come out to play?

Impúdicos


“Me quedé con la curiosidad de esos chupetines de cannabis”, comenta la señora a su marido mientras camina por el centro antes del estertor del domingo. En Amsterdam las esquinas te invaden con el olor a cannabis y no de garrapiñada, los viejos pasean el sábado a la noche entre las putas de las vidirieras de la zona roja, las nenas caminan por un sex shop con su novio en una mano y un vibrador de veinticinco centímetros en la otra. Hablar de drogas o de sexo en Amsterdam es lo mismo que sobre el precio de la lechuga o el partido de ayer.

Cuando de tarde camino por las calles entreveradas donde cruzan de un lado a otro las vías del tranvía se me complica un poco. Uno por poco me pisa cuando miraba el mapa como un boludo. Los canales, en cambio, son geniales para pasear. Al centro lo pueblan los restaurantes, los bares y coffee shops y las casas de souvenirs. La primera señal sensorial de que uno está pasando por un coffee shop es el intenso olor a faso que sale a la vereda.

El sábado a la tarde me meto en uno, The Grasshopper, que de noche se ilumina en verde y ofrece una postal de la ciudad mucho mejor que cualquier catedral. Adentro voy hasta donde está el menú, una placa de metal incrustada en una pared que se ilumina cuando uno oprime el botón. Decenas de nombres y orígenes distintos de weed y hash. Pido Jamaican Gold. No hay. What do you recommend? Tal. Ok. Me siento en una mesa, pido una coca light y me interno en una noche high, que por momentos se puso low por lo poco y mal que había dormido.

Aún así más tarde logro reptar hasta un bar donde toca una banda de jazz, me pido una cerveza y me siento a ver cantar a la mujer más linda del mundo. Después voy a caminar por la zona roja entre las vidrieras que ofrecen cuerpos diez veces más perfectos que el mejor que yo pueda llegar a poseer a precios que no pienso pagar pero que valen con creces. En las cuatro o cinco calles que conforman el barrio de las tres cruces pasean los nativos y los turistas sin pudor.

A las dos de la madrugada, muerto, vuelvo entre cabeceadas, me pierdo por una hora, camino por calles todas iguales, soy mangueado en euros por un vago y llego al hostal reptando para zambullirme en la cama menos acogedora que recuerde.

sábado, 14 de junio de 2008

Irreal

Con una versión de una bossa de Tom Jobin termina el recital de jazz de Bennie Wallace and his Orchestra en la ópera de Dresden, y salimos a la noche en el centro de la ciudad vieja flotando entre las reconstrucciones de los palacios que había allí hace cinco o diez siglos. Las luces de los edificios brillando en lo oscuro me invitan a morirme ahí mismo, en ese lugar que de día no me había parecido tan atractivo.

Caminamos por el puente antiguo que cruza el río Elba y ella enlaza su brazo con el mío y me dice: “no quiero volver, no quiero volver a la misma cagada de siempre”. Y la verdad es que yo tampoco quiero volver. Por suerte me queda bastante.

Me pone un auricular y escuchamos a Djavan todavía con la resaca jazzera retumbando en los tímpanos, vamos bajando el puente y asumo con una mueca optimista que me tomé otra dosis de felicidad instantánea.

Berlinesas


Es la primera mañana libre desde que llegué a Berlín y salgo de casa a la una después de haberme tomado el tiempo del mundo para desayunar y bañarme. Camino por la Kurfürstendamm flotando bajo el sol escuchando a The Shins. Y vuelvo sobre el pensamiento recurrente de estos días: que con gusto viviría en Berlín, en ese lugar casi perfecto donde todo funciona bien, donde nadie molesta a nadie y todo se puede hacer.

Camino con la libertad de no tener que tocarme el bolsillo a cada cuadra para asegurarme de que todavía no me afanaron, con la libertad de que a todo el mundo le chupa un huevo si salgo con una minifalda de cuero o un loro en el hombro; que a nadie le molesta lo que haga si no los jodo. Con libertad.

***

Vamos en el tren, parados junto a las puertas. Un alemán rubio de pelo corto toca la guitarra y canta con mucha pose una versión no tan horrible de Wish you were here. Termina con un acorde rasgado y hay silencio. Fuck off, dice, camina entre los pasajeros y recibe una unánime indiferencia. Cuando pasa de nuevo junto a nosotros, mira al costarricense Pablo y le suelta una serie de insultos en alemán, más o menos centrados en la palabra pajero. Wichser esto, wichser lo otro. Se baja. Antes de que el tren arranque, se asoma por nuestra puerta y le lanza a Pablo un suculento escupitajo.

***

En Berlín hay un pedazo enorme de historia en cada baldosa de la acera. Allí se levantó y se cayó la cortina de hierro. En Berlín está el centro de la historia de la segunda mitad del siglo pasado. Está el muro que recuerda la desesperación y la bronca contenida con los graffitis, la mirada crítica al Tercer Reich, la huella de todos los reyes Guillermos y Federicos.

También está la convivencia de los turcos gritones con los hoscos caucásicos en Kreuzberg, los memoriales que hacen pensar en la historia en vez de huirle, la arquitectura comunitaria de la Avenida Karl Marx contrastada por la influencia de Le Corbusier en el exclusio Hansaviertel occidental.
Está todo en Berlín.

***

Salimos de la estación central de Berlín. Caminamos por las calles adyacentes al centro administrativo de la ciudad, con el Bundestag y el edificio de gobierno. De pronto, a la izquierda, vemos una superficie de Arena bordeando el río Spree, donde hay un bar y varias personas tomando. Al fondo, en una pista de baile varios alemanes intentan moverse al son de la salsa. Detrás hay un pequeño escenario con una lona blanca y un águila imperial negra dibujada en ella. Una morocha con un cuerpo glorioso sacude su culo. Alemanes de camisa y movimientos tan graciosos como los de Robocop se empeñan en completar los pasos. Mis compañeros latinos entran en ebullición y se lanzan a la pista. Yo, por supuesto, me quedo, tranquilo y recostado, con mi cerveza en la mano y una sonrisa en la cara.

viernes, 23 de mayo de 2008

Universo paralelo

Sábado 17, 6.30. Voy por las escaleras mecánicas del aeropuerto de Barajas, escuchando a The Breeders, y la voz dulce de Kim Deal me susurra que al fin me liberé de la asfixia montevideana. Camino siglos por Barajas. Finalmente llego al metro. Un indicador de cuando una ciudad es civilizada es el metro. Sin haber estado nunca en Madrid, llego desde el aeropuerto hasta el centro sin perderme y en menos de media hora. El disco para celebrarlo es 13, de Blur, con Tender y su estribillo de fogón o de comercial de autos. Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal. Estoy en una canción de Sabina. Yo me bajo en Sol.

Ocho de la mañana en la Puerta del Sol. El puesto de diarios recién abre, no hay nadie en la calle. Camino por el páramo madrileño y pongo el último disco de Stephen Malkmus. Real Emocional Trash. Eso, pienso, es justo lo que quedó atrás, entre el olor a bosta de las calles de Montevideo, el humo del 121 y las viejas que caminan por inercia en 18 de Julio.

No sé qué hacer y doy varias vueltas por la Plaza Mayor. Tomo un café con una medialuna gigante y un jugo de naranja. Quiero leer El País y lo compro. Y después camino por Madrid. Camino mucho. Tiempo libre y sin planes. El Museo del Prado, claro. Hay una exposición sobre Goya y su trabajo en los tiempos del ascenso de Napoleón. Aglomeraciones de gente, guías histriónicos explicando los cuadros en varios idiomas. Turismo cultural. Cucarda de yo-estuve-aquí.

No soy ni entendido ni aficionado a las artes plásticas, pero sólo dejarse envolver por el aura de la Maja Desnuda o las Meninas de Velázquez ya paga la entrada. Rubens me parte la cabeza por momentos. La exposición de Goya es tremenda. Los cuadros sobre la guerra en especial. También están los artistócratas retratados de siempre, mirando orondos al artista, inmortalizados en su posé ridícula. Tres horas paso en el museo, hipnotizado. Lo admito: probablemente no vuelva a pisar uno por un buen tiempo.

Más tarde almuerzo y sigo caminando un rato, hasta quedarme dormido en en el banco de una plaza. Primero sentado y abrazado a mi mochila y después, ya sin disimulo, acostado panza arriba. El cuerpo me hace rendirle las cuentas de la noche que pasé en vela antes de partir. Me despierto con el sol rajando y los pies doliendo. Son las cuatro de la tarde.

En la calle, un muñeco enano con campera de cuero, voz de viejo, una cresta punk y una mochila más grande que él, donde se esconde quien le da vida, hace boludeces con unas clavas frente a un numeroso grupo de gente. Tiene gracia, es divertido. Al rato llega un policía al grito de “apártense”. Por la avenida baja un cortejo de ancianos y ancianas con trajes y vestidos tradicionales portando estandartes de andá a saber qué cotolengo o pueblo ignoto. En todos lados se cuecen viejos. Ya es tiempo de irme de Madrid rumbo a Berlín. Además, necesito ir al baño.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Ebrio bajo cero

Estaba parado en el umbral de la escalera de entrada a la casa, recostado con los codos sobre la baranda. Alrededor todo estaba cubierto de nieve y hacía mucho frío. Yo vestía sólo una camiseta negra de mangas cortas y respiraba hondo en medio de la noche, cumpliendo mi pena atenuada. Tenía dieciseis años y estaba muy borracho. Pensaba en lo que estarían diciendo de mí adentro, y recordaba la imagen de Jan, el anfitrión, con una enorme bolsa llena de papeles limpiando el vómito que yo había dejado en el suelo del recibidor. Me había embriagado y de pronto caí en un sillón abrazado a una gordita de lentes con grandes tetas y después estaba ahí, digiriendo el ocaso de la noche.


Unas cuantas horas antes había llegado cargando una mochila llena de cervezas, con Fokko, el alemán de diecinueve que me había recibido en su casa en ese pueblito medieval alemán donde estaba pasando el verano más polar de mi vida. Los padres de Jan no estaban y hacía una fiesta. Enseguida nos encontrábamos los pocos que llegamos temprano tomando un shot tras otro de Jägermeister, un licor que te lleva de excursión al infierno. Eso y la cerveza eran el cóctel mortal teutón de cada fin de semana. Mientras tomábamos hicimos el pacto de que si alguno vomitaba se iba de la casa.

Más tarde estaba yo en medio de una fiesta llena de adolescentes del liceo al que estaba asistiendo como oyente. Había cerveza como agua, y permanentes brindis con Jägermeister al grito de “proust!”. Todos estábamos borrachos en mayor o menor medida, poniendo discos de rock y diciéndonos incoherencias. Yo estaba en un sueño, en medio de varios viejos de diecinueve y algunas chicas de mi edad que me resultaban apetecibles, estimulantes e improbables. Pensé que no había visto nunca una fiesta de verdad antes de llegar a Alemania. Algunos peludos fumaban hachís. A mí me daban muchas ganas de probarlo aunque tenía vergüenza de pedir. Me conformaba fumando algunos cigarrillos. Fumaba poco, solo algunos cigarrillos cuando salía por la noche. Aún no era adicto y aún pensaba que nunca iba a serlo.

Yo disfrutaba de andar por todos lados con gente que podía manejar y entrar a cualquier bar sin problemas. Además de Fokko y Jan, recuerdo a un par más, aunque no sus nombres. Había un rubio de pelo crespo que era bastante amigo, una pareja compuesta por un flaco peludo de barba y una pelirroja muy fea, y algunos otros drogones pelilargos. Algunos tocaban en una banda de ska, y yo a menudo iba a verlos ensayar en una casa en las afueras.

Algunas noches antes había tenido mi primera experiencia delirante, que todavía recuerdo como la borrachera más extraña de mi vida. Fuimos a un pub —una kneipe— y nos sentamos en una mesa al fondo. Eramos varios y estábamos tomando cerveza y Jägermeister. Iban llegando las mozas con bandejas llenas de shots a cada rato, y “proust!”, y nos íbamos emborrachando a los gritos, rompiendo vasos al brindar, escuchando rock, fumando cigarrillos Gauloises. Más tarde me enteré de que cada uno pagaba una ronda, y yo pagué la mía, y seguimos tomando Jäger M. La noche derivó en fiesta, en un grupo de borrachos que salimos a bailar a la angosta pista al lado de la barra. Lenny Kravitz cantaba una y otra vez i want to fly awaaaay, y el riff resonaba en mi cabeza. En determinado momento estábamos todos bailando en calzoncillos. Uno había caído seco encima de la barra y otros lo regaban con cerveza y le caminaban por arriba. Yo miré para el costado y vi a una mujer de treintaypico que me hablaba recostada a mi lado en un rincón, y para mí era una extraterrestre recién aterrizada.

Ahora que estoy por volver allí, con mi adolescencia ya guardada entre telarañas, me vienen a la cabeza esas noches en las que volvíamos tambaleándonos por las calles, imperturbables por el frío bajo cero y la nieve, borrachos como cubas, cagándonos de la risa del resto del mundo porque éramos invencibles, inmunes a los papelones, inconscientes del ridículo. Pocas veces me sentí tan libre. Aunque sé que aquello, por suerte, no se va a repetir, me conformo con volver a embriagarme de ese aire lleno de licor e impunidad.

domingo, 11 de mayo de 2008

Visitas

Que son todos putos y cagones, que los volvimos a coger y que no sé cuánto, gritan las dos chicas que están sentadas con un niño, aporrean la mesa y se revelan como dos auténticas mugrientas de la Amsterdam. Una de ellas, incluso relativamente atractiva para los parámetros cartoneros. Yo, que estoy en la mesa de al lado en La Pasiva de Avenida Brasil y Benito Blanco tomando mi dosis semestral de fútbol uruguayo con un café en compañía de mi tío, lo había sospechado desde un principio. Un nuevo triunfo de los prejuicios, que vuelven a demostrar su vigencia metodológica. En el descanso de la escalera se parapeta el macho alfa de la manada, más discreto, mirando el televisor con atención. Afuera está el resto del barrio Marconi, bebiendo cerveza y agitando en la vereda. Una señora pituca de Pocitos se cruza con uno de los niños lúmpenes y le pregunta sonriente cómo va el partido. Una hermosa imagen de integración social. Hay esperanza. Más tarde entran al local los otros muchachos. Uno de ellos, carente de dientes frontales, se pone a berrear agudos comentarios sobre fútbol y sobre la orientación sexual de los jugadores e hinchas de Nacional. No paran de gritar. Ni de heder. Atomizan. Después el de los dientes ausentes sale, pero antes exclama "¡por violaciones, a la comisaría de la mujer!" Muy fino. Me voy a fumar un cigarro. Mejor me llevo el celular.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Simulacro de cotolengo


Todos esos ojos arrugados y perdidos, como un palco de sapos expectantes, las carteras apoyadas en el regazo y las manos venosas cruzadas encima, las medias a la vista y las piernas hinchadas, el olor a vacío y el aire antiséptico de la sala de espera me agobian, me hacen pensar que estoy en un cotolengo, rodeado de mil abuelas que no me van a regalar nada. Viejas y viejos rodeándome y deprimiéndome.

No debería estar acá, pienso. Cada vez que entro a la sala de espera del sanatorio para que me revisen la destartalada espalda o me controlen las disfunciones de mi corazón salto cincuenta años y paladeo una rancia vida llena de vejestorios en derredor. No se supone que un tipo de menos de treinta tenga que compartir la incertidumbre de un ritmo cardíaco irregular con gente que le cocina a sus nietos los domingos por la mañana.

Digo yo.

Esas viejas, en cambio, están allí como niños en la heladería. Saborean sus historias y comparan malestares, calamidades y resurrecciones con orgullo. Sepa que yo estoy más baqueteada que usted, señora, y sin embargo acá me ve, hecha una roca, se dicen, vanidosas. Y se cuentan de aquella vez de la caída por las escaleras, de la operación a corazón abierto, de lo gentil que es el doctor, todo un caballero, se babean las doñas. Viejas verdes.

En el extremo opuesto de la línea vital, las otras criaturas desquiciantes se unen a nosotros. El llanto de los bebés que llegan a cuestas de sus sacrificados papitos, tipos de treinta y tantos vistiendo bermudas y chancletas, me teletransportan del asilo a la guardería y me exasperan. Yo sigo allí, enchufado a los auriculares o tratando de leer un libro, procurando aislarme del falso oxímoron que me aplasta. Pero si me dejo llevar por la música me pierdo demasiado y me preocupa no escuchar si me llaman, y si me sumerjo en una novela me cuesta concentrarme. Me debato entre las opciones y termino a medias entre ambas, ya casi rezando a San Hipócrates que me envíe a su apóstol de una buena vez. Y tengo el número 21.

Siempre se las puede arreglar uno para dividir a la humanidad en dos y sostener alguna teoría sin esforzar mucho a las neuronas. Pues aquí va mi hipótesis: hay dos tipos de personas en una sala de espera. Yo me incluyo entre los que llegan, se sientan, y tratan de aguantar el mal trago lo mejor posible, como quien va a pagar la cuenta de la luz. Los otros, eternos enemigos a muerte de los de mi clase, interactúan gozosos, conversan, cotillean y comparten sus mundos al parecer apasionantes. Cuando veo llegar a alguien a la sala... alerta. Si dice buenas tardes, señora, vaya pasando por allá, del lado de los insufribles, y trate de no mirarme demasiado.

Por supuesto, ni yo ni nadie es inmune a la patología hedonista de las salas de espera. El “por qué número va” es una de las carnadas usuales que nos pueden empujar al barro de la porqueriza, de donde tratamos de escapar en vano pataleando entre los cerdos retozantes. Una vez caí. Una vieja me habló de no recuerdo qué cosa, y yo, que a mi pesar mantengo dentro de mí esa corrección de joven sobresaliente siempre latente ante la tercera edad, paré la música, le dije que me disculpara, que no la había oído, y listo, quedé a su merced.

Pequeña, arrugada y teñida de castaño me empezó a contar de su enfermedad, de cómo la sobrellevó estoica incluso mientras estuvo viviendo en Brasil, de lo grave que había estado y de cómo le escapó de los guadañazos por un pelo varias veces. Una sobreviviente. No sé qué hice, qué cara puse, o por qué le caí tan bien a la vieja, que me contó radiografía por radiografía toda su historia clínica reciente. Después entró a la consulta, y cuando salió se permitió un epílogo inapelable.

—¿Te puedo dar un beso?

Suplicando con los ojos que no, asentí con la cabeza y la vieja me estampó un húmedo ósculo en el cachete, antes de mencionarme lo mucho que le hice acordar a su nieto y retirarse con alegría. Me noqueó sin piedad.

Sigo pasando las páginas de mi libro mientas la gente entra y sale del consultorio. Varios minutos antes de lo que esperaba, la doctora dice mi apellido. Dios insiste en sus intentos por hacerme creer en su existencia piadosa. Me levanto de un salto y camino aliviado a que me digan lo bien que marchan mis cosas, lo mucho que me queda por vivir y las viejas hipocondríacas que aún me quedan por besar.

martes, 6 de mayo de 2008

Certeza

Jesus of the Moon”, del nuevo disco de Nick Cave & The Bad Seeds, es la mejor canción que escuché este año.

lunes, 5 de mayo de 2008

Por el buen desvío

A los once años yo escuchaba una y otra vez un disco de El Cuarteto de Nos que tenía canciones sobre jugar al teto y sobre un niño que era vejado hasta por el sacerdote evangelista y el coronel de la aviación. También leía libros con cientos de páginas, para horror de mis amiguitos, y en todos los recreos dibujaba en el pizarrón el smiley drogón de Nirvana. Admito, sin embargo, que tenía otros hábitos nefastos, como ir al fútbol los domingos y mirar a Cacho de la Cruz.

Quince años después, mirando a mi alrededor, pienso que le debo a los hermanos Musso, a Cobain y a Emilio Salgari mucho más de lo que creía: me desviaron del camino que conducía inevitablemente a Bailando por un Sueño y a Paulo Coelho. Incluso adapté mi organismo de modo tal que el fútbol de los domingos me causa escozor en las nalgas y la televisión abierta regurgitaciones estomacales.

Claro que podría haber terminado siendo un degenerado psicopático o un heroinómano con los días contados. Pero eso, por suerte, todavía no sucedió. Más allá de mi hosquedad y malos humores, soy un tipo que —con cierto tacto— se le puede presentar a mamá.

El problema de que ese germen haya crecido en mí es que no me libra de la obligación hereditaria de convivir todos los días con el pueblo oriental, desilustrado y cobarde. No es que me crea mejor que el común de la gente, sino que juego en otra liga. Que es una liga mucho mejor, por supuesto. Entonces trato de vincularme con la minoría que al menos sabe leer figuras metafóricas, que no se escandaliza ante un sarcasmo o un augurio de muerte insoportable y que ocupa su ocio en algo más que ver a Tinelli.

En el camino, claro, tengo que esquivar los puestos de maní en 18 de Julio, fumarme los chillidos de los niños de la vecina de abajo durante toda la tarde del sábado, lidiar con guardas que no asumen su obligación de tener cambio, ignorar a las viejas que se empeñan en entablar un diálogo indeseable en las colas y salas de espera y tratar de que la mediocridad general virósica de este país no me salpique.

De ese recorrido, y del resto de mi vida tan insensata como la de ustedes, salen los textos que acá voy a publicar. Hasta que se me acaben las ideas o hasta que advierta que soy sólo otro uruguayo carente de talento. Mientras, les regalo —sin derecho a cambio— algunos garabatos desde lo más hondo de mi intestino grueso.

De nada.

Free counter and web stats