lunes, 15 de septiembre de 2008

Hasta dónde llegar

Una bolsa blanca. Le tapan la cabeza con una bolsa blanca y la cierran con un nudo. La mujer acaba de morir en la emergencia del sanatorio y la preparan como para tirar a la basura. La muerte no tiene nada de glamour. Es deprimente y asquerosa. Nada de fundas negras con cierre como en las series de la tele. La muerte no es como llevar un traje a la tintorería. Es como tirar la basura en el contenedor.

Nada de esto sabe el joven que está en el cubículo de al lado acostado en una camilla, conectado con cables a un monitor que muestra sus latidos y su presión y con una vía clavada en la muñeca como si fuera un yonqui. Tampoco sabe qué tiene en el tórax que le ha provocado un dolor tan insoportable un rato antes. Ojalá esté poseido por un alien viscoso, piensa al borde del delirio voluntario. Cualquier cosa antes que un lockout circulatorio. Al menos tiene a su chica y a un amigo que hizo doscientos cincuenta quilómetros en un ratito para verlo. Las únicas dos personas enteradas de lo que le pasa. Se siente muy ridículo —la posición del enfermo es siempre esa— y culpable de tenerlos pendientes de algo que no se sabe qué es. Tal vez la señora de la bolsa blanca no haya tenido tanta suerte y el último estertor lo haya compartido con la enfermera de turno.

Una hora para que llegue el médico, media para la ambulancia, otra para cada examen. Nadie le dice qué tiene, y nadie sabe que el tipo nunca se sintió tan cerca de pasar al otro lado. Le hablan de sus excesos con ciertos humos, polvos y cartones, le dan conjeturas y sermones fáciles pero ninguna certeza. Piensa y confía en que va a salir caminando de ahí. Pará de lloriquear, maricón, se dice. Deja de pensar un segundo y desespera. En parte porque en ese segundo se van al carajo todos sus intentos filosóficos de minimizar el final, si llega. No es tiempo, está claro. Pero, ¿y si llega? La descarga de furia del extranjero de Camus en la última página de la novela, con todo aquello de que da igual morir ahorcado en prisión que marchito en un convento, le atrae mucho como idea filosófica y poética. El final es siempre negro. O blanco, que es lo mismo. Pero ahora, mientras el monitor negro marca una punta con cada latido, Camus se puede ir al carajo. Ahora sólo quiere salir de ahí.

—¿Tuviste algún disgusto anoche?— le pregunta el doctor que le va a hacer la tomografía. Para disgustos ha tenido bastante por un buen tiempo, pero no anoche, ni ninguna de las últimas noches. No, gracias.

Después de varias horas, a las siete de la tarde le dan el alta, con los exámenes en índices normales, sin nada grave a la vista pero sin ninguna seguridad sobre el dolor.
—Cuidate, si no vas a ver cuando llegues a los cincuenta— lo despide la enfermera.
—No voy a llegar a los cincuenta— responde con su chiste fácil y reiterativo.
—Vas a llegar. Ese es el problema.

Free counter and web stats