miércoles, 7 de mayo de 2008

Simulacro de cotolengo


Todos esos ojos arrugados y perdidos, como un palco de sapos expectantes, las carteras apoyadas en el regazo y las manos venosas cruzadas encima, las medias a la vista y las piernas hinchadas, el olor a vacío y el aire antiséptico de la sala de espera me agobian, me hacen pensar que estoy en un cotolengo, rodeado de mil abuelas que no me van a regalar nada. Viejas y viejos rodeándome y deprimiéndome.

No debería estar acá, pienso. Cada vez que entro a la sala de espera del sanatorio para que me revisen la destartalada espalda o me controlen las disfunciones de mi corazón salto cincuenta años y paladeo una rancia vida llena de vejestorios en derredor. No se supone que un tipo de menos de treinta tenga que compartir la incertidumbre de un ritmo cardíaco irregular con gente que le cocina a sus nietos los domingos por la mañana.

Digo yo.

Esas viejas, en cambio, están allí como niños en la heladería. Saborean sus historias y comparan malestares, calamidades y resurrecciones con orgullo. Sepa que yo estoy más baqueteada que usted, señora, y sin embargo acá me ve, hecha una roca, se dicen, vanidosas. Y se cuentan de aquella vez de la caída por las escaleras, de la operación a corazón abierto, de lo gentil que es el doctor, todo un caballero, se babean las doñas. Viejas verdes.

En el extremo opuesto de la línea vital, las otras criaturas desquiciantes se unen a nosotros. El llanto de los bebés que llegan a cuestas de sus sacrificados papitos, tipos de treinta y tantos vistiendo bermudas y chancletas, me teletransportan del asilo a la guardería y me exasperan. Yo sigo allí, enchufado a los auriculares o tratando de leer un libro, procurando aislarme del falso oxímoron que me aplasta. Pero si me dejo llevar por la música me pierdo demasiado y me preocupa no escuchar si me llaman, y si me sumerjo en una novela me cuesta concentrarme. Me debato entre las opciones y termino a medias entre ambas, ya casi rezando a San Hipócrates que me envíe a su apóstol de una buena vez. Y tengo el número 21.

Siempre se las puede arreglar uno para dividir a la humanidad en dos y sostener alguna teoría sin esforzar mucho a las neuronas. Pues aquí va mi hipótesis: hay dos tipos de personas en una sala de espera. Yo me incluyo entre los que llegan, se sientan, y tratan de aguantar el mal trago lo mejor posible, como quien va a pagar la cuenta de la luz. Los otros, eternos enemigos a muerte de los de mi clase, interactúan gozosos, conversan, cotillean y comparten sus mundos al parecer apasionantes. Cuando veo llegar a alguien a la sala... alerta. Si dice buenas tardes, señora, vaya pasando por allá, del lado de los insufribles, y trate de no mirarme demasiado.

Por supuesto, ni yo ni nadie es inmune a la patología hedonista de las salas de espera. El “por qué número va” es una de las carnadas usuales que nos pueden empujar al barro de la porqueriza, de donde tratamos de escapar en vano pataleando entre los cerdos retozantes. Una vez caí. Una vieja me habló de no recuerdo qué cosa, y yo, que a mi pesar mantengo dentro de mí esa corrección de joven sobresaliente siempre latente ante la tercera edad, paré la música, le dije que me disculpara, que no la había oído, y listo, quedé a su merced.

Pequeña, arrugada y teñida de castaño me empezó a contar de su enfermedad, de cómo la sobrellevó estoica incluso mientras estuvo viviendo en Brasil, de lo grave que había estado y de cómo le escapó de los guadañazos por un pelo varias veces. Una sobreviviente. No sé qué hice, qué cara puse, o por qué le caí tan bien a la vieja, que me contó radiografía por radiografía toda su historia clínica reciente. Después entró a la consulta, y cuando salió se permitió un epílogo inapelable.

—¿Te puedo dar un beso?

Suplicando con los ojos que no, asentí con la cabeza y la vieja me estampó un húmedo ósculo en el cachete, antes de mencionarme lo mucho que le hice acordar a su nieto y retirarse con alegría. Me noqueó sin piedad.

Sigo pasando las páginas de mi libro mientas la gente entra y sale del consultorio. Varios minutos antes de lo que esperaba, la doctora dice mi apellido. Dios insiste en sus intentos por hacerme creer en su existencia piadosa. Me levanto de un salto y camino aliviado a que me digan lo bien que marchan mis cosas, lo mucho que me queda por vivir y las viejas hipocondríacas que aún me quedan por besar.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

El otro día llegaba tarde a mi laburo en el omnibus, venía golpeando las rodillas sin parar y mirando el reloj cada 10 segundos, rezando para que un milagro lo detenga. Mientras tanto, y como pasa siempre en esos casos, no había parada en la que no hubiera un ser humano dispuesto a subirse o bajarse; con los que suben y bajan con agilidad no pasa nada, e general es gente que como yo iba a laburar y estaba llegando tarde, los que acostumbran tomar omnibus saben que hay casi un corporativismo entre los laburantes que vamos llegando tarde; pero en no menos de 5 paradas el omnibus perdió un valioso tiempo, incluso dos veces morfandose un semáforo dos turnos, por los viejos que demoran en subir y bajar, que paran el bondi y después preguntan a donde va y etc. y que no conformes con eso suben, me miran con mirada de "dame lo que me corresponde" que obviamente es lo que hasta allí era mi asiento.

Tiene que haber transporte especial para la tercera edad ya! si viven a otro ritmo porque su físico está deteriorado o porque no tienen ningún lugar al que llegar tarde, perfecto! bien por ellos, que sean muy felices todos juntos en el mismo medio de transporte, va a ser más cómodo para ellos y no se van a tener que calentar cuando nadie les ofrece el asiento!

Anónimo dijo...

Ya van a llegar a viejos uds también, pero con el Estado de Bienestar desmantelado y tal vez sean de los pocos afortunados que se van a poder jubilar.

Walrus, al final sos sólo una palomita que las viejas se comen a besos. Ves lo que pasa por leer a Kant. Yo a las viejas que me molestan las escupo, las insulto y les hago zancadillas. Claro que en general no me molestan. No se si es por la cicatriz o por el parche en el ojo.

the walrus dijo...

Las viejas en los ómnibus... me tienta escribir otro post. Pero por ahora no, no me quiero ensañar tampoco. Aaah... pero cuando se te tiran adelante para sentarse antes que vos cuando ni siquiera te ibas a sentar, la puta madre... no, por ahora no. Tal vez otro día.

Envidiosa, sin llegar a ser palomita, es cierto que tengo algún defecto congénito o adquirido por el cual las viejas, los niños, los perros y otros seres que se pueden poner especialmente molestos me encuentran atractivo para romperme las pelotas.

Pero igual, hoy mi problema es con el taxista hijo de un tren de putas que me trajo hasta el laburo. Uno de los más insoportables que recuerdo, y yo llegando tarde, odiando al mundo, escuchando a Pearl Jam pero con la voz del gordo infame por atrás diciéndome que Gonzalo Ramírez estaba hasta las pelotas de autos, sentí deseos de que nos pasara por arriba el 121 y pusiera fin a tanto sufrimiento. Ahora me alegra que no haya ocurrido.

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