viernes, 2 de enero de 2009

Año nuevo on the rocks

Que las peripecias de los últimos doce meses confluyeran en una parrilla con chorizos y un par de botellas de vino, con el apocalipsis de cada 31 de diciembre ardiendo entre las brasas mientras las observo vigilante y pasar la primera tarde del 2009 viendo las olas bailar frente a las rocas no puede sino aventurar un buen año. A veces he cambiado de año afuera y otras en la ciudad, con mi familia, con amigos, cogiendo desesperadamente con una mujer cualquiera, vomitando bilis, prometiendo todo a una mujer equivocada. En comparación esto no es tan malo.

Llegué a este lugar, al borde del mar, en la punta exacta de la península, después de atravesar toda la playa Mansa llena de sujetos haciendo jogging o paseando por el puerto con sus lentes de sol y sus camisetas polo. Aceleré cuanto pude para dejarlos atrás. Ya estacionado frente a las rocas prendí un gran porro de año nuevo y contemplé las olas y las gaviotas ensayando una coreografía en armonía con las canciones de Nick Cave que suenan en mi radio. En el cielo se extienden las nubes grises más optimistas, casi queriendo ser verano. Lugares como este, que al borde del territorio desean salir volando del país, son el mejor lugar de relajación para el pequeño burgués oriental. No hay discusión.

Anoche frente a la parrilla reduje mi mundo al confort predecible de la familia y un par de mensajes de texto respondidos. Casi sin hablar, sólo acaricié a los perros, comí mucho y escuché hablar a mi abuelo, que se acerca a los 93 años con mejor salud que yo.

—¿Cuántos años tiene usted?—, preguntó César.
—92 y 99%—, respondió mi abuelo Félix.
—Está cada vez más lelo.
—Sí, es normal.

Un poco bebido mi abuelo es aún mejor para cagársele de risa a la vida en la cara, si cabe.
—¡De los catorce que estamos acá hay trece que son unos idiotas!—, había exclamado más temprano. —Están comiendo un asado y ninguno pidió pan ni vino—, protestó con razón. En seguida mi cuñado y yo llenamos nuestros vasos de un vino excelente. El pan, en cambio, no estaba bueno.

—Yo pretendo vivir unos cuantos años más de todas formas.
—Pero está cada vez más lelo, se le nota. Le falla la memoria.
—Cuando usted llegue a los 92, me habla. Mientras tanto se calla—, replicó mi abuelo, girando la cabeza y guiñándome un ojo. —Se calla y cuando llegue a los 92 hable—, insistió tomando a César del brazo, cagándose de risa. Yo sonreía, sentado con mi vaso en la mano, feliz. El abuelo es el mejor maestro de ceremonias cuando uno sólo quiere mandar a cagar al mundo, dejarlo juntar polvo en un almanaque viejo que terminará en la basura.

Más falopeado que bebido, para evitar un test de alcoholemia poco amigable, atravesé las luces y el frenesí de los fiesteros compulsivos y bronceados escuchando a Dave Matthews al palo y viendo estallar en los alto mil luces rojas con fondo negro, para terminar a los revolcones en la azotea de un edificio frente al faro hasta que a las seis de la mañana la noche murió con su última convulsión.

Es 1º de enero y es de noche. Ya pasaron las olas y el abuelo, las gaviotas, la parrilla, el buen vino y el pan malo. Ya estoy de nuevo en mi apartamento haciendo correr la noche, mirando videos de Space Ghost con mi amigo Arturo a las cuatro, tirado en la oscuridad a las seis, cuando el cielo empieza a clarear por la ventana, escuchando los acordes herrumbrosos de Pearl Jam en el equipo de audio revolviendo entre mis cimientos de rock and roll, espero un año en el que procuraré morder el polvo la menor cantidad de veces que pueda. Por eso, con los ojos cerrados y escuchando la voz de Eddie Vedder gruñendo Given to Fly, junto oxígeno para levantarme del suelo y acostarme a dormir.

Free counter and web stats