viernes, 23 de mayo de 2008

Universo paralelo

Sábado 17, 6.30. Voy por las escaleras mecánicas del aeropuerto de Barajas, escuchando a The Breeders, y la voz dulce de Kim Deal me susurra que al fin me liberé de la asfixia montevideana. Camino siglos por Barajas. Finalmente llego al metro. Un indicador de cuando una ciudad es civilizada es el metro. Sin haber estado nunca en Madrid, llego desde el aeropuerto hasta el centro sin perderme y en menos de media hora. El disco para celebrarlo es 13, de Blur, con Tender y su estribillo de fogón o de comercial de autos. Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal. Estoy en una canción de Sabina. Yo me bajo en Sol.

Ocho de la mañana en la Puerta del Sol. El puesto de diarios recién abre, no hay nadie en la calle. Camino por el páramo madrileño y pongo el último disco de Stephen Malkmus. Real Emocional Trash. Eso, pienso, es justo lo que quedó atrás, entre el olor a bosta de las calles de Montevideo, el humo del 121 y las viejas que caminan por inercia en 18 de Julio.

No sé qué hacer y doy varias vueltas por la Plaza Mayor. Tomo un café con una medialuna gigante y un jugo de naranja. Quiero leer El País y lo compro. Y después camino por Madrid. Camino mucho. Tiempo libre y sin planes. El Museo del Prado, claro. Hay una exposición sobre Goya y su trabajo en los tiempos del ascenso de Napoleón. Aglomeraciones de gente, guías histriónicos explicando los cuadros en varios idiomas. Turismo cultural. Cucarda de yo-estuve-aquí.

No soy ni entendido ni aficionado a las artes plásticas, pero sólo dejarse envolver por el aura de la Maja Desnuda o las Meninas de Velázquez ya paga la entrada. Rubens me parte la cabeza por momentos. La exposición de Goya es tremenda. Los cuadros sobre la guerra en especial. También están los artistócratas retratados de siempre, mirando orondos al artista, inmortalizados en su posé ridícula. Tres horas paso en el museo, hipnotizado. Lo admito: probablemente no vuelva a pisar uno por un buen tiempo.

Más tarde almuerzo y sigo caminando un rato, hasta quedarme dormido en en el banco de una plaza. Primero sentado y abrazado a mi mochila y después, ya sin disimulo, acostado panza arriba. El cuerpo me hace rendirle las cuentas de la noche que pasé en vela antes de partir. Me despierto con el sol rajando y los pies doliendo. Son las cuatro de la tarde.

En la calle, un muñeco enano con campera de cuero, voz de viejo, una cresta punk y una mochila más grande que él, donde se esconde quien le da vida, hace boludeces con unas clavas frente a un numeroso grupo de gente. Tiene gracia, es divertido. Al rato llega un policía al grito de “apártense”. Por la avenida baja un cortejo de ancianos y ancianas con trajes y vestidos tradicionales portando estandartes de andá a saber qué cotolengo o pueblo ignoto. En todos lados se cuecen viejos. Ya es tiempo de irme de Madrid rumbo a Berlín. Además, necesito ir al baño.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Ebrio bajo cero

Estaba parado en el umbral de la escalera de entrada a la casa, recostado con los codos sobre la baranda. Alrededor todo estaba cubierto de nieve y hacía mucho frío. Yo vestía sólo una camiseta negra de mangas cortas y respiraba hondo en medio de la noche, cumpliendo mi pena atenuada. Tenía dieciseis años y estaba muy borracho. Pensaba en lo que estarían diciendo de mí adentro, y recordaba la imagen de Jan, el anfitrión, con una enorme bolsa llena de papeles limpiando el vómito que yo había dejado en el suelo del recibidor. Me había embriagado y de pronto caí en un sillón abrazado a una gordita de lentes con grandes tetas y después estaba ahí, digiriendo el ocaso de la noche.


Unas cuantas horas antes había llegado cargando una mochila llena de cervezas, con Fokko, el alemán de diecinueve que me había recibido en su casa en ese pueblito medieval alemán donde estaba pasando el verano más polar de mi vida. Los padres de Jan no estaban y hacía una fiesta. Enseguida nos encontrábamos los pocos que llegamos temprano tomando un shot tras otro de Jägermeister, un licor que te lleva de excursión al infierno. Eso y la cerveza eran el cóctel mortal teutón de cada fin de semana. Mientras tomábamos hicimos el pacto de que si alguno vomitaba se iba de la casa.

Más tarde estaba yo en medio de una fiesta llena de adolescentes del liceo al que estaba asistiendo como oyente. Había cerveza como agua, y permanentes brindis con Jägermeister al grito de “proust!”. Todos estábamos borrachos en mayor o menor medida, poniendo discos de rock y diciéndonos incoherencias. Yo estaba en un sueño, en medio de varios viejos de diecinueve y algunas chicas de mi edad que me resultaban apetecibles, estimulantes e improbables. Pensé que no había visto nunca una fiesta de verdad antes de llegar a Alemania. Algunos peludos fumaban hachís. A mí me daban muchas ganas de probarlo aunque tenía vergüenza de pedir. Me conformaba fumando algunos cigarrillos. Fumaba poco, solo algunos cigarrillos cuando salía por la noche. Aún no era adicto y aún pensaba que nunca iba a serlo.

Yo disfrutaba de andar por todos lados con gente que podía manejar y entrar a cualquier bar sin problemas. Además de Fokko y Jan, recuerdo a un par más, aunque no sus nombres. Había un rubio de pelo crespo que era bastante amigo, una pareja compuesta por un flaco peludo de barba y una pelirroja muy fea, y algunos otros drogones pelilargos. Algunos tocaban en una banda de ska, y yo a menudo iba a verlos ensayar en una casa en las afueras.

Algunas noches antes había tenido mi primera experiencia delirante, que todavía recuerdo como la borrachera más extraña de mi vida. Fuimos a un pub —una kneipe— y nos sentamos en una mesa al fondo. Eramos varios y estábamos tomando cerveza y Jägermeister. Iban llegando las mozas con bandejas llenas de shots a cada rato, y “proust!”, y nos íbamos emborrachando a los gritos, rompiendo vasos al brindar, escuchando rock, fumando cigarrillos Gauloises. Más tarde me enteré de que cada uno pagaba una ronda, y yo pagué la mía, y seguimos tomando Jäger M. La noche derivó en fiesta, en un grupo de borrachos que salimos a bailar a la angosta pista al lado de la barra. Lenny Kravitz cantaba una y otra vez i want to fly awaaaay, y el riff resonaba en mi cabeza. En determinado momento estábamos todos bailando en calzoncillos. Uno había caído seco encima de la barra y otros lo regaban con cerveza y le caminaban por arriba. Yo miré para el costado y vi a una mujer de treintaypico que me hablaba recostada a mi lado en un rincón, y para mí era una extraterrestre recién aterrizada.

Ahora que estoy por volver allí, con mi adolescencia ya guardada entre telarañas, me vienen a la cabeza esas noches en las que volvíamos tambaleándonos por las calles, imperturbables por el frío bajo cero y la nieve, borrachos como cubas, cagándonos de la risa del resto del mundo porque éramos invencibles, inmunes a los papelones, inconscientes del ridículo. Pocas veces me sentí tan libre. Aunque sé que aquello, por suerte, no se va a repetir, me conformo con volver a embriagarme de ese aire lleno de licor e impunidad.

domingo, 11 de mayo de 2008

Visitas

Que son todos putos y cagones, que los volvimos a coger y que no sé cuánto, gritan las dos chicas que están sentadas con un niño, aporrean la mesa y se revelan como dos auténticas mugrientas de la Amsterdam. Una de ellas, incluso relativamente atractiva para los parámetros cartoneros. Yo, que estoy en la mesa de al lado en La Pasiva de Avenida Brasil y Benito Blanco tomando mi dosis semestral de fútbol uruguayo con un café en compañía de mi tío, lo había sospechado desde un principio. Un nuevo triunfo de los prejuicios, que vuelven a demostrar su vigencia metodológica. En el descanso de la escalera se parapeta el macho alfa de la manada, más discreto, mirando el televisor con atención. Afuera está el resto del barrio Marconi, bebiendo cerveza y agitando en la vereda. Una señora pituca de Pocitos se cruza con uno de los niños lúmpenes y le pregunta sonriente cómo va el partido. Una hermosa imagen de integración social. Hay esperanza. Más tarde entran al local los otros muchachos. Uno de ellos, carente de dientes frontales, se pone a berrear agudos comentarios sobre fútbol y sobre la orientación sexual de los jugadores e hinchas de Nacional. No paran de gritar. Ni de heder. Atomizan. Después el de los dientes ausentes sale, pero antes exclama "¡por violaciones, a la comisaría de la mujer!" Muy fino. Me voy a fumar un cigarro. Mejor me llevo el celular.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Simulacro de cotolengo


Todos esos ojos arrugados y perdidos, como un palco de sapos expectantes, las carteras apoyadas en el regazo y las manos venosas cruzadas encima, las medias a la vista y las piernas hinchadas, el olor a vacío y el aire antiséptico de la sala de espera me agobian, me hacen pensar que estoy en un cotolengo, rodeado de mil abuelas que no me van a regalar nada. Viejas y viejos rodeándome y deprimiéndome.

No debería estar acá, pienso. Cada vez que entro a la sala de espera del sanatorio para que me revisen la destartalada espalda o me controlen las disfunciones de mi corazón salto cincuenta años y paladeo una rancia vida llena de vejestorios en derredor. No se supone que un tipo de menos de treinta tenga que compartir la incertidumbre de un ritmo cardíaco irregular con gente que le cocina a sus nietos los domingos por la mañana.

Digo yo.

Esas viejas, en cambio, están allí como niños en la heladería. Saborean sus historias y comparan malestares, calamidades y resurrecciones con orgullo. Sepa que yo estoy más baqueteada que usted, señora, y sin embargo acá me ve, hecha una roca, se dicen, vanidosas. Y se cuentan de aquella vez de la caída por las escaleras, de la operación a corazón abierto, de lo gentil que es el doctor, todo un caballero, se babean las doñas. Viejas verdes.

En el extremo opuesto de la línea vital, las otras criaturas desquiciantes se unen a nosotros. El llanto de los bebés que llegan a cuestas de sus sacrificados papitos, tipos de treinta y tantos vistiendo bermudas y chancletas, me teletransportan del asilo a la guardería y me exasperan. Yo sigo allí, enchufado a los auriculares o tratando de leer un libro, procurando aislarme del falso oxímoron que me aplasta. Pero si me dejo llevar por la música me pierdo demasiado y me preocupa no escuchar si me llaman, y si me sumerjo en una novela me cuesta concentrarme. Me debato entre las opciones y termino a medias entre ambas, ya casi rezando a San Hipócrates que me envíe a su apóstol de una buena vez. Y tengo el número 21.

Siempre se las puede arreglar uno para dividir a la humanidad en dos y sostener alguna teoría sin esforzar mucho a las neuronas. Pues aquí va mi hipótesis: hay dos tipos de personas en una sala de espera. Yo me incluyo entre los que llegan, se sientan, y tratan de aguantar el mal trago lo mejor posible, como quien va a pagar la cuenta de la luz. Los otros, eternos enemigos a muerte de los de mi clase, interactúan gozosos, conversan, cotillean y comparten sus mundos al parecer apasionantes. Cuando veo llegar a alguien a la sala... alerta. Si dice buenas tardes, señora, vaya pasando por allá, del lado de los insufribles, y trate de no mirarme demasiado.

Por supuesto, ni yo ni nadie es inmune a la patología hedonista de las salas de espera. El “por qué número va” es una de las carnadas usuales que nos pueden empujar al barro de la porqueriza, de donde tratamos de escapar en vano pataleando entre los cerdos retozantes. Una vez caí. Una vieja me habló de no recuerdo qué cosa, y yo, que a mi pesar mantengo dentro de mí esa corrección de joven sobresaliente siempre latente ante la tercera edad, paré la música, le dije que me disculpara, que no la había oído, y listo, quedé a su merced.

Pequeña, arrugada y teñida de castaño me empezó a contar de su enfermedad, de cómo la sobrellevó estoica incluso mientras estuvo viviendo en Brasil, de lo grave que había estado y de cómo le escapó de los guadañazos por un pelo varias veces. Una sobreviviente. No sé qué hice, qué cara puse, o por qué le caí tan bien a la vieja, que me contó radiografía por radiografía toda su historia clínica reciente. Después entró a la consulta, y cuando salió se permitió un epílogo inapelable.

—¿Te puedo dar un beso?

Suplicando con los ojos que no, asentí con la cabeza y la vieja me estampó un húmedo ósculo en el cachete, antes de mencionarme lo mucho que le hice acordar a su nieto y retirarse con alegría. Me noqueó sin piedad.

Sigo pasando las páginas de mi libro mientas la gente entra y sale del consultorio. Varios minutos antes de lo que esperaba, la doctora dice mi apellido. Dios insiste en sus intentos por hacerme creer en su existencia piadosa. Me levanto de un salto y camino aliviado a que me digan lo bien que marchan mis cosas, lo mucho que me queda por vivir y las viejas hipocondríacas que aún me quedan por besar.

martes, 6 de mayo de 2008

Certeza

Jesus of the Moon”, del nuevo disco de Nick Cave & The Bad Seeds, es la mejor canción que escuché este año.

lunes, 5 de mayo de 2008

Por el buen desvío

A los once años yo escuchaba una y otra vez un disco de El Cuarteto de Nos que tenía canciones sobre jugar al teto y sobre un niño que era vejado hasta por el sacerdote evangelista y el coronel de la aviación. También leía libros con cientos de páginas, para horror de mis amiguitos, y en todos los recreos dibujaba en el pizarrón el smiley drogón de Nirvana. Admito, sin embargo, que tenía otros hábitos nefastos, como ir al fútbol los domingos y mirar a Cacho de la Cruz.

Quince años después, mirando a mi alrededor, pienso que le debo a los hermanos Musso, a Cobain y a Emilio Salgari mucho más de lo que creía: me desviaron del camino que conducía inevitablemente a Bailando por un Sueño y a Paulo Coelho. Incluso adapté mi organismo de modo tal que el fútbol de los domingos me causa escozor en las nalgas y la televisión abierta regurgitaciones estomacales.

Claro que podría haber terminado siendo un degenerado psicopático o un heroinómano con los días contados. Pero eso, por suerte, todavía no sucedió. Más allá de mi hosquedad y malos humores, soy un tipo que —con cierto tacto— se le puede presentar a mamá.

El problema de que ese germen haya crecido en mí es que no me libra de la obligación hereditaria de convivir todos los días con el pueblo oriental, desilustrado y cobarde. No es que me crea mejor que el común de la gente, sino que juego en otra liga. Que es una liga mucho mejor, por supuesto. Entonces trato de vincularme con la minoría que al menos sabe leer figuras metafóricas, que no se escandaliza ante un sarcasmo o un augurio de muerte insoportable y que ocupa su ocio en algo más que ver a Tinelli.

En el camino, claro, tengo que esquivar los puestos de maní en 18 de Julio, fumarme los chillidos de los niños de la vecina de abajo durante toda la tarde del sábado, lidiar con guardas que no asumen su obligación de tener cambio, ignorar a las viejas que se empeñan en entablar un diálogo indeseable en las colas y salas de espera y tratar de que la mediocridad general virósica de este país no me salpique.

De ese recorrido, y del resto de mi vida tan insensata como la de ustedes, salen los textos que acá voy a publicar. Hasta que se me acaben las ideas o hasta que advierta que soy sólo otro uruguayo carente de talento. Mientras, les regalo —sin derecho a cambio— algunos garabatos desde lo más hondo de mi intestino grueso.

De nada.

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